NIÑOS DE NADIE/ Marta Navarro
Elmer Mendoza nació un día de invierno frío y lluvioso. Nadie recuerda
con exactitud la fecha pero sí el frío y la lluvia, inmisericorde y torrencial,
que por aquel tiempo cayó durante días. Y la niebla. Una niebla espesa que
llegó de golpe a la ciudad borrando todas las cosas. Tal vez fuera enero. Tal
vez no. Nunca a causa de semejante olvido ha celebrado su cumpleaños. Nunca ha
tenido regalos, tartas, ni velas a las que infantiles deseos soplar.
Aquel invierno, el invierno de doce o quizá trece años atrás en que Elmer
vino al mundo, habían vendido sus padres la poca tierra que en su aldea natal tenían
y, esperanzados como nunca estuvieron, como ya nunca volverían a estarlo, a
pesar de la multitud de miedos e incertidumbres que, inclementes, sobre ellos
se cernían, habían marchado a la capital en busca de un futuro más próspero
para el hijo que en camino venía. Pero sabido es que nunca tuvo compasión con
los pobres el destino y sólo un terreno en un suburbio de la periferia, más allá
del extrarradio, de las vías, de los edificios grises y las inevitables torres
de alta tensión, un terreno próximo en exceso al inmenso vertedero que el
contorno de aquella ciudad inhóspita y áspera como pocas delimita, fue lo que el
perverso azar les reservó y a lo que hubieron su nueva vida de conformar.
Allí, a escasos metros de la cerca, con incansable y tenaz esfuerzo,
cultivan desde entonces berenjenas, calabacines, coles y tomates que pocas
veces consiguen vender. Y allí, al filo de la desolación y la impotencia, clavada
la angustia en el pecho, hondamente herido
su corazón, casi vencidos, lágrimas de rabia y desaliento, lágrimas con
un amargo sabor a exilio y a derrota, lloran sin ruido cada noche -ojos
hundidos y cansados- en un triste duelo por la pérdida de aquella ya tan lejana,
ingenua y efímera ilusión, desvanecido frente a ellos sin remedio el futuro que
juntos un día soñaron.
Y es que, pese a hacer todo lo posible -y cierto es que lo hicieron- a
veces sucede que ni aun esto resulta suficiente, nunca mejoran los tiempos y
para tal infortunio no existe entonces consuelo. Límites hay que el valor
humano jamás a superar alcanza.
Así fue que en este lugar remoto y por todos olvidado, en una vieja
barraca de madera y zinc tan mísera como una chabola, nació Elmer. Un muchacho
ahora alto y fuerte, espigado, de rostro atezado por el sol y ojos oscuros,
brillantes, profundos y esquivos que cada día, mucho antes del amanecer, en ese
momento en que el silencio parece devorar las horas, salta de su pequeño
camastro y siempre sigiloso para no despertar a los hermanos que tras él
llegaron, como una sombra apenas arrancada a las tinieblas, sale a la soledad
de unas calles donde hace mucho la miseria se hizo costumbre, de unas calles
que a cada paso hablan de dolor. Cabizbajo y lento, un peso insoportable de llanto
e injusticia a sus espaldas, al vertedero entonces se encamina y allí confundido
entre decenas de chiquillos harapientos -ojos tristes, mejillas hundidas, manos
sucias, alma gastada- hace mucho tiempo todos ellos resignados a su suerte, y
los perros y buitres que habitan el lugar, armado como todos con su inevitable
garfio y como todos de inmediato cubierto por una grasienta costra de mugre, con
inocente esmero, escarba entre la basura en busca del quizás único sustento de
que ese día dispondrá la maltrecha, siempre exigua, economía familiar.
Elmer no se queja. Nunca se queja. Tampoco se avergüenza. Es su trabajo.
Gracias a él -bien lo sabe- subsiste su familia, digna, casi heroica, superviviente
de las privaciones y la escasez. Y se siente orgulloso. Mucho. Pero lo odia. Lo
odia de un modo profundo y oscuro que por mucho que intenta no logra evitar. Odia
la basura, el olor, los insectos, los
camiones, el humo de los gases... Tan desagradable todo, tan sucio, tan insalubre.
Tan triste y descorazonador.
En secreto, un secreto nunca con nadie compartido, Elmer sueña estudiar.
Quisiera ir a la escuela, merendar en el parque a la salida de las clases,
jugar al baloncesto, confundirse y ser uno más, entre todos esos chicos a los
que cada tarde espía desde lejos... y un día -como ellos seguro lograrán-
llegar a ser maestro o médico, quizás.
Algunas veces, pocas pero a veces, desde lo más alto de su montaña de
escombros, golpeado por la pena y la soledad, levanta los ojos a un cielo para
él siempre arisco y en penumbra. Susurra entonces una plegaria dolorida, una
plegaria de tristeza abrumadora y sólo si por un instante una estrella
atraviesa rauda el firmamento, el niño sonríe. Por alguna extraña razón
-alguien un día le contó- las estrellas fugaces guardan relación directa con
los deseos y esa idea, casi una esperanza, dibuja en sus labios una sonrisa.
Una sonrisa breve, apenas un esbozo, tan fugaz como la estrella. La triste e
inexpresiva sonrisa de quien nunca aprendió a reír. De quien sabe que algunas
historias nunca alcanzan su final feliz.
Este relato aparece publicado en el nº 37 de la Revista Valencia Escribe.
https://www.yumpu.com/es/document/view/59579031/ve-37-diciembre-2017
https://www.yumpu.com/es/document/view/59579031/ve-37-diciembre-2017
https://cuentosvagabundos.blogspot.com.es
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